Hace unos 19 años (por estas fechas), tuvimos una incorporación a la familia.
Yo volvía del colegio, al mediodía. Entré en el patio de la casa de mi abuela (una casa de las antiguas, de esas con patio con paredes blancas, suelo de piedra...) como siempre, deprisa y corriendo para comer en 10 minutos y ver la tele hasta tener que volver al colegio...
...Pero esta vez había una novedad;cómicamente sentado sobre sus cuartos traseros, con los ojos cerrados y con unas pintas de zombi remarcables, había un minino que entraría fácilmente en uno de mis zapatos. Tenía los ojos cerrados y , como ya he dicho, en un concurso de suciedad ganaría a Bebe.
Me quedé mirando al minino hasta que sucedió algo muy gracioso; el gatete estornudó (tschss!, muy bajito) cuatro veces y se cayó hacia atrás del impulso, quedándose panza arriba.
Me acerqué a mirarle más de cerca y pude comprobar que tenía los ojos todavía cerrados; además, uno de ellos estaba muy, muy sucio. No tenía buena pinta, parecía que tuviese alguna infección*.Tenía algunas calvas en su escuálido cuerpo, dejando ver una piel que hubiera sido rosadita si no fuera por la suciedad. En conjunto, era una extraña mezcla de ser adorable y bola de pelo con un aspecto peor que el de un Gremlin en el Aquapark.
El caso es que entré en la cocina y vi a mi hermano, con un amigo suyo, en plena explicación a mi abuela de qué hacía un animalico (más) en su casa. Nunca olvidaré la frase de mi hermano, epítome de la mentira piadosa:
"Cuando he llegado a casa, le he visto caerse de la tapia del patio. Estaría en el tejado de la vecina"
Un gato de pocas semanas.
En un tejado.
Haciendo equilibrios.
Con los ojos cerrados.
Y uno de ellos infectado.
Ya.
(por si no lo habeis notado, es una mentirijilla tipo "me caí en una barca", pero con buena intención)
Por supuesto, mi abuela no se lo tragó. Pero la criatura daba tanta pena que tampoco se atrevió a decirle nada a mi hermano (que, en realidad, se lo había encontrado abandonado, en la pared de un garaje tapiado, en el camino del colegio a casa)
Y eso salvó (por primera vez) al gato sin nombre. (todavía no lo tiene, pero no os preocupéis; lo tendrá, os aviso;no seré cruel, como los documentales esos de naturaleza que nos tienen en vilo con si escapará la gacela o no).
El caso es que, después del colegio, recogimos al gato de casa de mi abuela y lo llevamos a casa de mis padres. La reacción de nuestros progenitores fue la obvia. Mi padre dijo:
"En esta casa no va a entrar ningún animal"
y mi madre dijo:
"ninguno más. Que con vosotros dos tenemos bastante"
(yo ya estaba empezando a estar harto del chistecito)
Luego, mi madre dio al gatete de comer; al ser una miniatura, tuvo que usar una jeringuilla. Mi hermano y yo mirábamos alucinados como comía el gato, fascinados mitad porque casi se tragaba la jeringuilla del ansia y mitad por la cara de ternura infinita que ponía mi madre en el proceso.
Y eso salvó (por segunda vez) al gato sin nombre.
Al día siguiente (Sábado... sí,me acuerdo...sí, soy un hombre...tranquilos, ahora veréis por qué, aun siendo un hombre, soy capaz de acordarme de una fecha)... mi madre dijo que me llevase al gato a la protectora de animales.
Por supuesto, ni mi hermano ni yo queríamos; deseábamos con todas nuestras fuerzas quedarnos a esa misteriosa bola de pelo sarnosa y sus extrañezas; ciego, despelujado, desorientado...por esta descripción, bien podría haber sido Steve Wonder después de una noche de drogas y desenfreno...vale, no era mister Universo, pero inspiraba ternura. O pensábamos que era un buen sujeto para experimentar (esto os lo cuento después)
El caso es que yo, niño obediente por norma (salvo contados profesores :-P), ese día decidí poner en práctica algo que hoy en día está muy de moda; la resistencia pacífica.
Pero claro, una madre es mucha madre, así que hice resistencia pacífica disimulada. Esto es: salí a la protectora a las 12:30, a pasito lento, conversando con una amiga.
Llevaba al gato en el sobaco, apoyado (agarrado con sus uñitas) en el brazo. Que yo, lo de clavarme las uñas como si no hubiera un mañana, lo entiendo; al fin y al cabo, si yo estuviese ciego y unos seres gigantes me llevaran de un lado a otro y me soltasen en sitios desconocidos, también sacaría los crampones y aseguraría el asidero; lo de buscar calor...también lo entiendo, pero el pobre se arriesgó mucho; metió la cabeza en mi sobaco ignorando el peligro tóxico que supone dicha parte del cuerpo en un adolescente. Asombrosamente, no murió durante el trayecto.
La protectora estaba a las afueras. Yo andaba muy lento. Muuuuuuuuuuuuuuuuuy lento.
Así que la protectora ya estaba cerrada cuando yo llegué. ¡AY, QUÉ PENA, NO PUEDO DEJAR AL GATO!.
Y eso salvó (por tercera vez) al gato sin nombre. Porque seamos sinceros... una cría de gato enferma... ¿qué posibilidades de adopción tenía?
Volví a casa, procurando disimular mi alegría interna ("jo, mamá, estaba cerrado...el lunes si eso, ya..."), sabiendo que, a menos que mi madre o mi padre lo llevasen ellos mismos, tendríamos hasta el próximo Sábado para urdir alguna estratagema.
No hizo falta. Un par de días de mi madre dando de comer el pequeño engendro bastaron. Se quedó y se ganó, con su monez gatuna, un nombre:
Silvestre (Silver para los amigos)
muy original no es, ya lo sé; seguro que yo propuse alguna burrada como "Goku" o "MazingerZ". Mis padres, acertadamente, me ignoraron y Silvestre tuvo un nombre que, si bien no era super-original, era gatuno (la historia de cómo mi segundo gato se llama "Fenster" se resume en: yo le puse el nombre y nadie me vetó)
El caso es que Silvestre pasó por la preceptiva visita al veterinario que, en este orden:
a) se asombró de que el gato estuviese vivo
b) le diagnosticó una infección por hongos en el ojo y en las calvas de pelo que tenía por todo el cuerpo
c) respondió a la pregunta "¿tiene posibilidades de sobrevivir?" de mi madre con un "Hija mía, si no se ha muerto ya, a este no le matas ni con una bomba atómica"
esto condujo inevitablemente a que parte de mi familia (mi madre y mi hermano; yo y mi padre salimos milagrosamente indemnes) tuviese unos hongos muy feos en la piel, regalo de Silvestre y su monería (aun con esas pintas, un gato puede inducirte a que le acunes, le arruñes y le sobes sin ningún problema; that's the cat power!)
Nada que no solucionase una pomada de las caras. Para mi madre, mi hermano y el gato
A partir de ahí, le lavamos, le pusimos la crema, le cuidamos el ojo (que ya estaba afectado irremediablemente y no se pudo curar)... abrió los ojos, fue creciendo...ya era uno más de la familia; comía, cagaba, se duchaba...
...
...
sí, se duchaba.
Este gato no era hidrófobo. Todo lo contrario. Si oía el grifo de una ducha, iba corriendo a ducharse él también. Teníamos que cerrar la puerta para poder ducharnos en paz; Le encantaba el agua corriente (de hecho, ha bebido agua del grifo hasta que no ha podido subirse a la pila del baño)
(no es una foto de instagram;es una foto antigua de verdad.)
Sus gustos culinarios tampoco eran, lo que se dice, muy normales; le apasionaba el yogur (y no le producía cagalera, como a muchos gatos) y sentía una pasión desenfrenada por el chorizo; tal es así que, cuando el gato saltaba al patio del vecino, solo hacía falta salir a la puerta de nuestro patio con una tángana de chorizo en la mano y decir: "¡SIIIIILVEEEEEER!". En unos segundos, le tenías a tus pies pidiendo agua del grifo y una tapa.
Otra cosa que yo no había visto en ningún gato hasta ese momento era la enorme familiaridad con la que trataba a todo el mundo; Cuando entraba alguien extraño en casa, lo primero que hacía era centrarse en esa persona. Esto yo solo lo había visto en gatas hembra con el celo y claro, era por motivos muy distintos ("¡hola, soy fértil, aquí tienes mi culo para lo que quieras!") :-P
Silvestre era distinto. No había persona a la que no se acercase y tratase como si fuese uno más de la familia desde el primer momento. El concepto de gato como "ser arisco que se deja acariciar cuando quiere" no iba con él. El no era un gato "mainstream". Ronroneaba como una locomotora solo con que le sonrieses
Recuerdo la selectividad, estudiando en la cocina mientras el gato intentaba, infructuosamente, atrapar un trozo de plástico del envoltorio del tip-pex que agitaba Nacho, mi compañero de desvelos estudiantiles.
Recuerdo el terror que tenía Silvestre a salir a la calle (incluso en una urbanización cerrada, con patio, como la de mis padres). Recuerdo cómo le gustaba jugar a la pelota y lo buen portero que era. Recuerdo como, de repente, aparecía en el salón con la pelota en la boca, se acercaba a ti, soltaba la pelota, te miraba y,... en fin, que no podías hacer otra cosa.
Recuerdo el lametón que, de pequeño (esto es un flashback improvisado), le pegó Zara, una perra mezcla de Pastor Alemán y de vete-tú-a-saber, cuando les presentamos; un lametón que bañó a Silvestre casi entero.
Recuerdo cuando se subió al toldo de la terraza y tuvimos que subirnos a una escalera para bajarle, aterrorizado. Recuerdo cuando intentaba atrapar los rizos del pelo de alguna de mis amigas, las risas que nos echábamos. Recuerdo cuando mi hermano procedió al inconsciente experimento de meter al gato en el microondas (unos segundos, afortunadamente) y, al ver que tenía calor, meterle en el congelador.
Cuando empecé la universidad, ya le veía menos, sobre todo cuando me quedé en piso. Una vez empecé a trabajar, le veía esporádicamente, cuando visitaba a mis padres los fines de semana. El gato, como todos cuando nos hacemos mayores, adquirió sus costumbres y sus necesidades; adoraba con locura a mi padre, hasta el extremo de , sobre todo después de que se jubilase, hacer vida al ritmo que él (menos cuando mi padre se iba en bicicleta, que claro, el pobre gato no sabía montar en bici). Por las noches, el gato, a eso de las once, iba al salón y se plantaba pacientemente delante de mi padre hasta que este iba a la cocina, le daba de comer un poco, le acariciaba el lomo y le dejaba acostadito.
Al pasar los años, los achaques empezaron; la artrosis empezó a hacerle
mella, tuvo cáncer (extirpado mediante una operación)... y quedó muy
tocado. Le dolía todo. Mi padre probó a darle un poquito de jalea real
por las mañanas... y el gato mejoró. Volvió a moverse, a subir al ático a ver cómo mi padre pintaba. A pedir respetuosamente a las 11 de la noche que le llevasen a la camita...en total, han pasado 19 años. Unos 100 en términos gatunos.
Y Silvestre ha muerto hoy.
Ha estado una semana tumbado, cansado, sin comer apenas. Mi madre y mi padre le han cuidado, le han mimado, han hecho todo lo humanamente posible. Sufrir mucho, entre otras cosas. La veterinaria les ha asegurado que lo del riñón no es doloroso, que es como un "envenenamiento".
Y hoy, cuando mi madre ha llegado a casa de trabajar, Silvestre estaba en medio de la cocina, tumbado. Se había quitado el pañal que mi madre le llevaba poniendo unos días (porque no se levantaba para nada) y miraba a mi madre, callado.
Ella le ha cogido en brazos. Había vomitado un poco. Le ha limpiado. Y ha estado acunándole hasta que, con unos breves estertores, ha muerto. En los brazos de mi madre. Tal y como todo empezó.
Cuando mi madre me ha llamado, llorando, le he dicho que el gato ha muerto como pocos pueden morir; en brazos de un ser querido...nosotros le regalamos 19 años de vida y él se regaló a sí mismo, entero.
Por eso, cuando pensé en cómo animar a mi madre, instantáneamente me vino a la cabeza un dibujo; ya le he hecho varios (incluso alguno en el que salía Silvestre)...
Buen viaje, Silver. Espero que tus cenizas abonen una buena tomatera..."El ciclo de la vida" y todo eso que te enseñan en "El Rey León".
*los gatos son muy delicados en cuanto a salud ocular; es lo primero que
se les jode / infecta cuando están en la calle sin estar bien
alimentados
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